Notas de Elena | Martes 3 de septiembre del 2019 | La gracia y las buenas obras | Escuela Sabática

Martes 3 de septiembre: La gracia y las buenas obras
No ganamos la salvación con nuestra obediencia; porque la salvación es el don gratuito de Dios, que se recibe por la fe. Pero la obediencia es el fruto de la fe… He aquí la verdadera prueba. Si moramos en Cristo, si el amor de Dios está en nosotros, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestros designios, nuestras acciones, estarán en armonía con la voluntad de Dios, según se expresa en los preceptos de su santa ley…
La así llamada fe en Cristo que, según se sostiene, exime a los hombres de la obligación de obedecer a Dios, no es fe, sino presunción. «Por gracia sois salvos, por medio de la fe». Mas «la fe, si no tuviere obras, es de suyo muerta» [Efesios 2:8; Santiago 2:17] (El camino a Cristo, p. 61).
Poseer a Cristo es vuestra primera obra, y revelarlo como Aquel que puede salvar hasta lo sumo a todos los que se le allegan, es vuestra obra que le sigue en importancia. Servir al Señor de todo corazón es honrar y glorificar su nombre ocupándoos de cosas santas, teniendo la mente llena de las verdades vitales reveladas en su santa Palabra. La bondad, la humildad, la mansedumbre y el amor son los atributos del carácter de Cristo. Si tenéis el espíritu de Cristo, vuestro carácter se modelará a semejanza del suyo (A fin de conocerle, p. 95).
Cuando atesoramos el amor de Cristo en el corazón, así como una dulce fragancia, no puede ocultarse. Su santa influencia será sentida por todos aquellos con quienes nos relacionemos. El espíritu de Cristo en el corazón es como un manantial en un desierto, que se derrama para refrescarlo todo, y despertar en los que ya están por perecer ansias de beber del agua de la vida.
El amor al Señor Jesús se manifestará por el deseo de trabajar como él trabajó, para beneficiar y elevar a la humanidad. Nos inspirará amor, ternura y simpatía por todas las criaturas que gozan del cuidado de nuestro Padre celestial (El camino a Cristo, pp. 77, 78).
Cristo había ordenado a los primeros discípulos que se amaran los unos a los otros como él los había amado. De ese modo debían dar testimonio ante el mundo de que Cristo, la esperanza de gloria, se había formado en ellos. «Un mandamiento nuevo os doy —había dicho—: Que os améis unos a otros» Juan 13:34. Cuando se pronunciaron estas palabras, los discípulos no las pudieron entender; pero después de presenciar los sufrimientos de Cristo, después de su crucifixión, resurrección y ascensión al cielo, y después que el Espíritu Santo descendió sobre ellos en el Pentecostés, tuvieron un concepto más claro del amor de Dios y de la naturaleza del amor que debían manifestar el uno por el otro…
Los creyentes habían de albergar siempre ese amor. Tenían que avanzar en obediencia voluntaria al nuevo mandamiento. Debían estar tan íntimamente unidos a Cristo, al punto de poder cumplir todos sus requerimientos. Sus vidas debían manifestar el poder de un Salvador que podía justificarlos por medio de su justicia (Reflejemos a Jesús, p. 309).
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